UN COMENTARIO SOBRE “NIEBLA” DE MIGUEL DE UNAMUNO
Tengo que confesar que al efectuar la lectura de “Niebla” estaba condicionado por una afirmación que se expresó en alguna de las sesiones del curso a propósito de la naturaleza de la novela (o debería decir “nivola”) de Unamuno. Dicha afirmación básicamente hacía referencia a una característica especial de la novela que se podría sintetizar en una palabra, a saber, “innovación”. Es decir, se afirmaba que dicha obra representaba dentro del contexto en el que fue concebida una especie de anomalía, pues, el autor de la misma lo que se proponía hacer a través de su obra era una suerte de crítica, de cuestionamiento, no sólo de la manera en que se llevaba a cabo el ejercicio de la creación literaria, sino también de la concepción del mundo que los hombres de finales del siglo XIX y principios del XX habían construido como su noción de lo que es la realidad. Ahora bien, luego de la lectura debo de nuevo confesar que para mí “Niebla” sólo logra conseguir su acometido de forma parcial, aún cuando en la novela como tal se pueden encontrar un conjunto de elementos que vale la pena por lo menos mencionar. Entre dichos elementos podrían citarse, el hecho de que el autor mismo del relato se haya transformado en uno de los personajes del mismo; el hecho de que el prólogo haya sido escrito por uno de los personajes de la obra; aquel epílogo en el que un perro termina “filosofando” sobre la suerte de su amo y sobre la condición de los hombres; las digresiones en las que se relatan eventos absolutamente irrelevantes para el desarrollo de la historia principal, entre otros. A pesar de esto, a mí aún no me parece que la novela de Unamuno deba considerarse innovadora en sentido estricto. Me inclinaría más a concebir a “Niebla” como una burla, como una bufonada (como se sugirió en una de las sesiones del curso) que intenta ridiculizar y, a través de ello, cuestionar la concepción tradicional de llevar a cabo el ejercicio creativo que imperaba en los tiempos en que Unamuno vivió. De acuerdo con esto, vale la pena, al menos, enumerar dos o tres elementos que a mi parecer muestran que Unamuno no logra emanciparse totalmente del canon que regía en su época y que dan lugar a guardar cierta reserva a la hora de catalogar a “Niebla” como una muestra genuina de innovación. Ahora, esto no significa que la novela como tal no posea algunos méritos, sencillamente creo que calificarla de “innovadora” es un poco exagerado. Entre dichos elementos podrían citarse los siguientes: en primer lugar, el manejo del tiempo, por ejemplo, se hace de la manera prescrita por el canon, esto es, no hay realmente un rompimiento con la forma tradicional en que se manejaba el elemento tiempo, pues, en la novela misma los acontecimientos transcurren de forma lineal (esto en contraposición del manejo del tiempo propio de la novela del siglo XX en la cual los acontecimientos que hacen parte de, y que a su vez son, el medio para recrear el argumento no siguen un orden lineal, sino que, a menudo, los diferentes momentos en que se puede dividir el tiempo están imbricados entre sí, es decir, hay una suerte de simultaneidad temporal). En segundo lugar, el carácter de la prosa de Unamuno parece no haber podido emanciparse del lastre de la tradición y uno tiene la sensación de que el autor preserva en su estilo algunos de los prejuicios estéticos propios de la idiosincrasia de su época. Quizás esto se deba al carácter propio del protagonista de “Niebla”, un personaje que vive en una constante zozobra, que busca de forma desesperada algún sentido a su existencia y que por ello se aferra con obstinación a cualquier pretexto que le permita fabricarle un rumbo definido a su vida. De acuerdo con esto, en la prosa de Unamuno aún no hay un rasgo distintivo que permita afirmar que en la misma ya se adivinan las características de la prosa propia del siglo XX, que es la que, a mi parecer, opera una verdadera ruptura con las formas y estilos tradicionales. En tercer lugar, el protagonista de la novela a mí personalmente no logra convencerme y, para ser sincero, me parece un poco afectado y artificioso. De hecho, el personaje que realmente me logra cautivar es Víctor Goti quien, a pesar de no aparecer más de seis o siete veces en la obra, en sus diferentes irrupciones es mucho más convincente que Augusto y, por eso, me da la sensación de que logra cumplir de forma impecable su papel en el relato. Además, Víctor es la voz de la sensatez en la obra, es el equilibrio en medio de la turbulenta confusión espiritual que, en general, predomina en la misma.
Los anteriores comentarios son apenas vagas intuiciones que me quedan luego de haber leído la obra. Debo advertir, además, que las mismas sólo tienen como fundamento la experiencia de la lectura, por eso, no he podido desarrollarlas con algún grado de profundidad, pues, carezco de la erudición necesaria para acometer tal tarea. Al margen de lo anterior, me interesa explorar el tema central de la novela y proponer algunos comentarios al respecto.
Unamuno advierte al lector sobre el carácter de la obra que tendrá ocasión de leer en el prefacio titulado “Historia de Niebla” que se halla antes del inicio de la misma y en el que habla de la naturaleza de su relato al que bautiza como “nivola” puesto que su interés es no seguir el esquema tradicional que cualquier obra literaria catalogada como novela debía cumplir y satisfacer para poder ser llamada y aceptada como tal, tanto por el público culto como por los profanos. Por otro lado, tanto en dicho prefacio como en el prólogo que casualmente lo escribe uno de los personajes de la novela, se alude a las intenciones del autor al que le interesa indagar, cuestionar, sembrar la duda y la confusión, en una especie de acto de rebelión, como ya lo mencioné, no sólo contra las prescripciones formales en boga para acometer la creación de una novela, sino también contra los fundamentos mismos sobre los que descansaba la noción de “realidad” en aquella época. Otro elemento que se halla en estrecha conexión con lo anterior tiene que ver con el título mismo de la novela: “Niebla”. Unamuno, se complace en utilizar a esta palabra en varios pasajes de su obra para hacer alusión a la condición en la que se halla el protagonista de su relato (y según Unamuno la mayoría de los hombres) una situación de constante zozobra, de duda, de confusión, de inquietud con respecto, a lo que se podría denominar, si se me lo permite, el “estatus ontológico” de todo cuanto le rodea incluyéndose a sí mismo, esto es, hasta qué punto todo aquello que concebimos como real de hecho lo es.
Por otra parte, podría decirse, siguiendo al propio Unamuno, que el motivo y el tema central de la novela es el problema de la inmortalidad, esto es, el problema que surge cuando se pregunta si el hombre es mortal o no. Unamuno recrea esta su obsesión, en aquel pasaje en el que él mismo se transforma en personaje de su relato y sostiene una conversación con Augusto Pérez, el protagonista de la novela, con motivo de la pretensión de este último de suicidarse. Es en esta parte de la obra donde Unamuno expone su preocupación, su inquietud, su duda y su incertidumbre sobre semejante problema. A través de dicha conversación que Unamuno sostiene con el protagonista de su novela, el autor quizás nos está sugiriendo que no es en modo alguno descabellado pensar que los hombres nos encontramos en la misma condición de Augusto. Que quizás no somos más que el sueño de algún dios, que nuestras vidas dependen totalmente de la voluntad de este y que dicho dios, al igual que Unamuno, tiene plena libertad para asesinarnos cuando se le de su “real gana”. Además, el hecho de que creamos en dicho dios y le oremos no tiene otro fin que hacer que ese dios no despierte para que así nos siga soñando. Esta visión que nos propone Unamuno, en apariencia, degrada en una especie de pesimismo que es muy afín con las principales ideas que sobre la condición del hombre en el mundo pregonaban aquellos que se han denominado “existencialistas”. Sin embargo, yo no iría tan lejos. Unamuno parece en el último momento tambalear ante la idea de que el hombre ha nacido para morir, parece no poder aceptar semejante certidumbre. Recuérdese la manera en que discurre sobre el estatus de lo que llamamos realidad. Para Unamuno los criterios sobre los que descansa dicha noción son absolutamente arbitrarios, son quimeras que el hombre ha inventado para justificar su existencia, son confortables ilusiones, mentiras cómodas que le permiten vivir tranquilo, inmune a la incertidumbre, a la zozobra y a la duda. Por eso, dichos criterios en virtud de su misma naturaleza no pueden aspirar al estatus de verdad incontrovertible. Es perfectamente razonable suponer que todo lo que creemos que es la realidad sea sencillamente mentira e ilusión y que, por el contrario, la realidad y nosotros mismos no sean más que una fantasmagoría, que no sean más que el sueño de otro, de dios acaso. Esto en Unamuno parece finalmente, a mi parecer, ofrecer una especie de consuelo al hombre que ha cometido la impertinencia de preguntarse por el estatuto de la realidad del mundo que le rodea y de su propia existencia. Dicha visión dispensa al hombre de caer en la incertidumbre absoluta puesto que, después de todo, aún cuando sólo seamos un sueño todavía cabe la posibilidad de que seamos inmortales, de que podamos seguir viviendo eternamente mientras haya alguien que todavía nos sueñe.
Ahora bien, a mí esto me parece demasiado frívolo. Unamuno primero nos lleva hasta el borde del abismo y nos incita a observarlo antes de sucumbir ante su negro encanto. Sin embargo, justo cuando vamos a precipitarnos en aquel vacío insondable nos obnubila y nos enceguece con la niebla de la ilusión y de la esperanza, pues, nos dice que, a pesar de todo, es posible que podamos seguir viviendo más allá de la muerte (como ocurre con Augusto quien realmente no muere, sino que termina viviendo eternamente en el reino de la ficción). Personalmente, aunque hay algunas apreciaciones de Unamuno con las que estoy de acuerdo, no acepto la posibilidad que nos ofrece como consuelo. A esto opongo una actitud, para mí, más sensata, aunque absolutamente inútil y tan precaria como nuestra propia condición. Ante la certeza irrefutable de que somos seres destinados desde el nacimiento para la liquidación y el sacrificio en oblación a la muerte lo único que le queda al hombre es la resignación a este su destino inevitable y por cierto la resignación no supone en modo alguno una suerte de consuelo. Se trata, como diría Camus, de aceptar lo inevitable, lo evidente, lo que no puedo negar. Ante esto, por supuesto, que se experimenta el más indecible de los terrores, es ciertamente una certeza que estremecería y que, de hecho, ha estremecido a la mayoría de los hombres que han meditado sobre la misma, pero me niego a participar del juego que nos propone Unamuno, según el cual, nuestra única forma de soportar dicha certidumbre, de aprender a convivir con ella, consiste en confundirlo todo, la realidad con la ficción, la verdad con la mentira, en un intento vano por evadirnos y olvidarnos de la mezquina y humillante condición en la que se halla el hombre. Finalmente, Unamuno no es capaz de llevar su “juego” hasta sus últimas consecuencias, pues, al fin y al cabo resulta que no todo es completamente inútil, es decir, que en la posibilidad de confundirlo todo se halla, por decirlo así, el secreto para poder vivir. Pero si todo es inútil, es decir, si cualquier intento por soslayar la certidumbre de mi propia finitud que experimento a diario es vano e irrisorio, entonces la posibilidad de emanciparse de dicha certeza a través de aquel juego frívolo que me propone Unamuno que consiste en confundirlo todo, es lamentablemente ridícula.
Por otra parte, la suposición según la cual el mundo, el universo y la naturaleza podrían no ser más que ficciones también me parece un vano y risible consuelo que Unamuno propone como una forma a través de la cual los hombres pueden encontrar un refugio que los ponga a salvo de la terrible desazón, del desconcierto indecible, que trae consigo la aceptación del hecho de que ese mundo, ese universo y esa naturaleza han existido, existen y seguramente van a continuar existiendo impávidos e indolentes, mientras los hombres uno a uno, por cientos, por miles, por millares vamos sucumbiendo y precipitándonos en las fauces de la muerte. Suponer, entonces, que es posible sustraerse a esta condición mediante el subterfugio de creer que ello no necesariamente es así y que, por el contrario, todo eso podría no ser más que un sueño, una ficción, “una bufonada”, y que siempre será posible imaginar o soñar en infinitas posibilidades distintas a la que experimentamos, no es más que una nueva forma de consuelo. Muy por el contrario, esos entes ciegos, desprovistos de cualquier sentimiento o emoción imaginable, carentes de inteligencia, que lo único que me exhiben es una árida belleza estéril e inútil, el rostro adusto de la indiferencia, el hórrido misterio de su extrañeza, pueden perfectamente existir sin que sea necesario ni que el hombre los perciba, se los represente o los sueñe y mucho menos que ningún dios mediocre e impotente como aquel al que muchos de los hombres han adorado, los haya creado o soñado. Lo que sí podemos poner en duda es si nuestra noción de lo que es la realidad es verdadera o no, esto es, si lo que sean esos entes: el mundo, el universo y la naturaleza concuerda con lo que nosotros creemos que son; pero el hecho de que el mundo, el universo y la naturaleza existan es algo que no depende de nuestro capricho, es algo que se nos impone, es algo que no se puede negar y prueba de ello es que por más que yo quiera creer que el mundo, el universo y la naturaleza no son más que una fantasmagoría, una ilusión o una mentira, yo en la medida en que actúe (y soñar ciertamente es una entre un número indefinido de acciones humanas) no estoy más que admitiendo, estoy suponiendo, de forma tácita e implícita, que hay algo que existe externo a mí. Es decir, Unamuno supone que es posible poner en duda la existencia del mundo, del universo y la naturaleza, pero después de todo, para poder poner en cuestión todo esto, inconscientemente, el mismo Unamuno no tiene otra opción que admitir la realidad de la existencia de aquello que se proponía negar. Ahora, de forma similar que en el caso de la finitud del hombre, me niego a adherirme al punto de vista de Unamuno, pues lo que Unamuno ha hecho es negar una fábula y suplirla con otra. Pero, ¿es que no es posible vivir sin consuelo?
Cristian David Molina Cruz.